Diario del coronavirus, capítulo 1: La azotea
Desde mi azotea se escuchan solamente los ladridos de los perros, aquí y allá entre las calles desiertas, como las toses en un silencioso patio de butacas.
Cuando he subido a recoger la ropa, he visto más allá a una madre y su hijo, que regresaban de la colada caminando despacio, observando la ciudad desde arriba, dando un gran rodeo para alargar todo lo posible el paseo al sol antes de volver a encerrarse en casa.
Por suerte, es una azotea enorme. “Esto es casi como estar en el campo”, grita desde el otro extremo mi vecino José, 80 años, quien como justificándose me explica que ha subido para inspeccionar las instalaciones. “Fui mucho tiempo presidente de la comunidad, sabe usted”.
Dice que el coronavirus lo han inventado las mujeres: “La prueba es que han cerrado el futbol y los bares y sin embargo siguen abiertas las peluquerías”. El chiste es malísimo, y en tiempos del #metoo, fuera de época. Pero nos reímos igual. Es la primera persona con la que hablo cara a cara en todo el día.